viernes, 26 de marzo de 2010

KIRO Y AQUELLA TARDE MONTE ABAJO...

'Kiro' llegó a nuestras vidas como el agua de la lluvia en otoño después de un verano caluroso y seco. Necesitábamos saber qué se sentía al compartir una mascota, un animal de compañía, y papá nos dio esa posibilidad. Un precioso pastor alemán nos esperaba en casa de unos amigos del colegio, junto a su madre y el resto de sus hermanos. Rercuerdo como si fuera hoy su olor. Recuerdo que era una bolita de pelo negro y pinceladas de un marrón que anunciaban el clásico corte de esta raza. Y qué colmillos; sus pesqueñas 'astillitas' se clavaban sobre todo lo que estuviera a su alcance. Por entonces aún vivíamos en Jardín Atalaya, en un piso, y la transición hacia un chalet, con un jardín generoso, fue especialmente celebrada por él. Pasaba ratos largos en el balcón, correteaba con cuidado por el suelo del salón, jugaba con Bolita y, de alguna manera, nos alegraba un poco más la vida. Recuerdo aquella tarde en la que Patri y yo subimos junto a Ignacio y 'Kiro' a lo más alto de la Colina que presidía Jardín Atalaya. Desde allí se divisaba Sevilla como una ciudad de 'Lego Land'; la distancia no era tanta, puede que sólo fuera que éramos niños, y que entonces todo lo veíamos a una escala muy diferente. Y allí estábamos los cuatro junto a aquella casa abandonada y semidestruida. Recuerdo que pasó un señor corriendo y el gesto de su rostro: a camino entre la sorpresa y el reproche... Se lo explico y lo entenderán mejor. Junto a nosotros también estaba aquel 'enorme' camión naranja en el que sólo cabía Ignacito, y la cadena de Kiro y nuestro perro hicieron que se desencadenara aquella carrera monte abajo que bien pudo costarnos un castigo sin precedentes. Kiro se descolgó del pelotón sin dar tregua a mi hermano mayor, que perseguía al spring el camión naranja que transportaba a Ignacito, que por entonces ya llevaba las gafas en la nunca y no paraba de arrastrar sus botitas negras contra la arena al tiempo que buscaba el freno de mano; y yo, más torpe por los nervios de lo que intuía, seguía la estela del grupo como perdedor de una carrera esperpéntica con la que ninguno contábamos a priori. El desenlace fue el obvio. Nadie llegó a la meta en condiciones normales. El 'trailer' volcó y 'Topito' salió rodando, al tiempo que Kiro escapó desbocado hacia la falda de la montaña, en dirección a la puerta de nuestro bloque. Patri le silbaba, pero ni la canción que más gustaba a nuestro perro sirvió para seducirle. Creo que él fue el primero en asustarse al contemplar el percance sufrido por el pequeño. Yo comprobé que el enano no tenía nada grave e intenté aplacar sus lágrimas con alguna broma inocente; y Patri se nos unió de vuelta en su intento frustrado de 'cazar' a Kiro. Minutos después avanzaba la comitiva de los tres hermanos y un camión naranja siniestro total por el caminio que unía la zona del campo del fútbol con los aparcamientos del bloque tres, donde nos esperaba Kiro, sentado bajo el soportal. Nos sacudimos y convencimos a Ignacio para que no se chivara a nuestros padres. Eran las nueve de la noche, ya había anochecido y Papá nos había estado llamando desde el balcón. Esperando que no hubiera contemplado la surrealista escena accedimos al portal y llamamos el ascensor. Arriba esperaba mamá, que nos arrebató al pequeño y nos preguntó qué le habíamos hecho esta vez. Patri me miró, y yo le miré a él. Ambos apretamos los dientes temiendo lo peor... pero 'Topito' salió al quite y le quitó hierro al asunto diciendo que habíamos estado jugando con el perro, por eso andaba sucio y con la camisa rota. Iba de la mano de mi madre hacia el interior de casa, y se detuvo en la entrada y nos miró sonriendo, con las gafas descolgadas sobre su minúscula nariz y una sonrisa cómplice que jamás olvidaré.

martes, 12 de enero de 2010

...Y BOLITA LLEGÓ A NUESTRAS VIDAS

El día que él nació yo ya tenía seis años y mi hermano mayor, ocho. Recuerdo como si fuera ayer aquella tarde, cuando regresé del colegio junto a Gonzalo. Fue bajarnos del autobús e intercambiar carreras a modo de relevo. Sabíamos que nuestro hermano pequeño ya estaba en casa y queríamos conocerle cuanto antes; también saber de mamá, que había pasado unos días fuera, en el hospital. “Está muy bien y os manda muchos besos”, nos decía papá siempre que preguntábamos por ella.

Llegamos al portal y continuó la carrera rumbo al tercer piso. Él, por la escalera; yo usé el ascensor. Él llamó a la puerta; y yo, al timbre. Pocos segundos después, y con las mochilas aún sobre nuestras espaldas, la carrera se trasladó al pasillo, en dirección al cuarto de mis padres. Papá intentaba templarnos el ánimo y nos pedía que no hiciéramos ruido. Una vez dentro, recuerdo la habitación a oscuras y una leve luz prendida en la mesilla de noche, alumbrando a medias el rostro de mi madre. Ella era una inmensa sonrisa de satisfacción y felicidad. Olía a nuevo, a vida recién estrenada. Señalaron hacia una pequeña cuna, junto a su cama. Mientras mi padre insistía en pedirnos silencio cruzando sus labios con el índice de su mano izquierda, con la otra mano plegó una pequeña mantita azul y nos mostró su carita. “¡Está como un tomate!”, exclamé a media voz; “¿Por qué está tan rojo?”, continuó Gonzalo. “Es muy pequeño, apenas tiene dos días de vida y necesita estar calentito, dormir y comer. Tiene la cara como un tomate pequeñito, sí, y es buena señal”, nos explicó mi padre. Le dimos un beso cada uno. Yo quise dárselo en el moflete, pero era tan pequeño que me dio la sensación de haberle plantado mis labios en la mitad de la cara. Justo encima de aquella minúscula nariz. Hubiéramos pasado toda la tarde allí, observándole, disfrutando con cada bostezo, siguiendo los movimientos de aquellas manitas, cerradas en sus puños, que nacían de dos brazos minúsculos… Pero tanto nuestro hermano como mamá tenían que descansar.

Salimos del cuarto y, mientras merendábamos, Gonza comenzó a explicar a papá cómo había transcurrido aquel día de colegio a pesar de mis interrupciones. “Me han sacado a la clase en matemáticas”; “¿Y mañana podremos verle otra vez?”; “Y mi profesor me ha felicitado por haber hecho los ejercicios muy bien”; “¿Cuándo podrá andar, papá?”. Mi padre, que miraba a Gonzalo mientras éste le contaba sus hazañas, extendió su mano hacia mí pidiéndome paciencia. “Pablo, termina de comer y no interrumpas a tu hermano mientras está contándome sus cosas, por favor. Mañana veréis otra vez a Bolita, no te preocupes”. “¿Bolita?”; “¡Bolita!”. Mi hermano preguntó y yo exclamé. “¿Quién le ha puesto ese nombre? ¿No iba a llamarse Ramón?”. Papá estalló en carcajadas, y nosotros nos miramos con incomprensión; mi padre intentaba contenerse para no hacer demasiado ruido, y continuaba nuestra extrañeza. “Se llama Ramón, tal y como os dijimos. Bolita es sólo un apelativo cariñoso. Su cuerpo, su cabecita, sus manos… es muy redondito en general, ¿no os parece?”. Gonzalo y yo volvimos a miramos, nos echamos las manos a la boca y comenzamos a reír junto a mi padre.