Eran tardes de verano, de invierno, de primavera o de otoño batiendo
el parqué o el mármol de casa a carrera limpia, rompiendo la tranquilidad a
grito pelado… hasta que la voz de Mamá se elevaba por encima de la nuestra en
señal de STOP. Entonces todos teníamos cierta habilidad, los tres, aunque por
la edad Patricio y yo siempre le tomábamos la delantera a Ignacio. Si mi madre
nos soportaba durante dos horas, su llamada de atención significaba que si
seguíamos convirtiendo nuestro hogar en una batalla campal entrarían en escena tanto
el Señor Pellizco de Tornillo como el
Señor Zapatillazo en el Culo.
Contra el primero apenas había vacuna: sólo correr y saber
esquivar a Mamá; pero contra el segundo teníamos la fórmula perfecta, la del
señor ‘cambiazo’. Mi madre tenía unas zapatillas de goma azules que solía usar
en verano, y otras de gomaespuma. Debíamos apañárnoslas para sólo insistir en
nuestra pesadez si tenía las zapatillas de goma puestas… o si tenía éstas pero
nosotros le cruzábamos en su camino las más ligeras. Ese era nuestro truco, y
os aseguro que era divertidísimo simular el dolor cuando realmente no existía…
¡hasta el día en el que algo no funcionó! Ignacio, el pequeño, no supo medir
sus gritos mientras peleaba conmigo o con Patri, no lo recuerdo; y apareció mi
madre en el cuarto con las temibles zapatillas de goma azules en la mano. Yo
usé la fórmula del regale de cintura, y mi hermano pequeño se quedo acorralado
en la cama ante mi madre y las famosas ‘enemigas’ de las talla 36. Fue la única
vez que vi el ‘hierro’ del 36 grabado a golpe de manotazo en el culo de mi
hermano pequeño. El día en el que la zapatilla de goma ganó a la de gomaespuma.