viernes, 6 de noviembre de 2009

EXCURSIONES EN LA NOCHE

¿Saben que mis padres me llevaron de pequeño al médico, preocupados por la cantidad de agua que bebía, y éste concretó que yo era Potómano? En efecto, lo hacía por inercia, sin el ánimo de aplacar sed alguna. ¿Y cómo comenzó todo? Yo también me lo pregunto, y a menudo me sorprendo señalando al mismo recuerdo: mi padre, una botella de agua sobre la alfombra que había junto a su cama, y yo y mis hermanos, sobre todo el mayor, en procesión lúdico-festiva siempre hacia el mismo punto. Teníamos una especie de carril invisible y perfectamente sistematizado que unía nuestras camas y la de nuestros padres, aquel lugar casi sagrado donde siempre, daba igual qué hora de la noche fuese, nos esperaba aquella botella de agua fresquita…

Lo cierto es que aquella vivencia me deja fotos inolvidables que hoy me encienden sonrisas. Por ejemplo. Recuerdo aquella noche en la que me levanto casi sonámbulo de mi cama y encaro la salida de mi cuarto; tomo el pasillo en línea recta y me cruzo con mi hermano mayor. ’Junnnnmmmz’ o ’aammmmsss’, qué se yo lo que nos decíamos, era ininteligible y apenas teníamos fuerza para dedicarnos un simple ’Hola, ¿a dónde vas?’ . Obvio, él venía de su visita al Templo del Agua, y aquella noche me había tomado ventaja. Muchas más. Otra instantánea era la de encontrarte a tu hermano ya sentado sobre la alfombra que había junto a la cama de mis padres; él con las piernas cruzadas y dando buches a la botella, recreándose en el momento. Yo, mientras, le observo justo enfrente con los brazos caídos y el gesto impaciente. ’Vengaaaaaa, déjame, no te la bebas toda’, con tono apagado para no despertar a mi padre. O aún más duro. Ésta la tengo impresa a fuego en la garganta. Era llegar, sentarme, cruzar las piernas y prepararme para el rito y… la botella estaba vacía. Ni una gota. “Pssssssssssssss“. “¿Qué pasa?”, preguntaba mi padre. “Nada, que tengo sed y no queda agua“, le contestaba con cara del más bueno de los angelitos. Y él se levantaba e iba a la cocina. Aún le veo regresando con otra botella en la mano. Y claro, yo daba buena cuenta de ella.

Y cómo no, mi afición por beber tanta agua a veces jugaba en mi contra. Era un completo ‘meón’. Aunque llegó un momento en el que uno dejó de hacerse pis en la cama, aprendió a hacerlo en el cuarto de baño y supo autogestionarse y todas esas cosas. Pero su trabajo costó. Y es que hasta los cuatro años estuve amaneciendo sobre toallas que me permitieran dormir y mandando sábanas y más sábanas al bombo de la ropa sucia. O llamando a mi padre en plena noche porque no quería ir solo al baño. Esa es muy buena, sí. No había forma de encontrar mis zapatillas de estar por casa, posiblemente yo mismo me encargaba de esconderlas, y el suelo estaba muy frío. Así que imagínense la estampa: mi padre andando por el pasillo y yo subido sobre sus pies, apoyado en sus piernas y repitiendo a la perfección sus movimientos; así hasta el váter. Y claro, allí él no podía moverse y tenía que animarme para que lo hiciera ’como un tío mayor’. Luego, de vuelta a la cama. Enorme excursión, sin duda de las mejores.

Hoy, unos veinticinco años después de aquello, cada noche se sucede la ceremonia. Aunque ya no me cruzo con mis hermanos por los pasillos y dejo a mi padre descansar tranquilamente. Ahora soy yo quien se levanta a rellenar la botella, a cambiarla por otra con agua más fría y, sobre todo, a repetir aquel momento de la alfombra pero sobre mi cama. Solo. Amparado en la oscuridad y disfrutando de una herencia compartida en muchas casas y que siempre tendrá un sitio en la mía. Gracias.