martes, 6 de noviembre de 2012

LA ZAPATILLA DE GOMA Y LA DE GOMAESPUMA




Eran tardes de verano, de invierno, de primavera o de otoño batiendo el parqué o el mármol de casa a carrera limpia, rompiendo la tranquilidad a grito pelado… hasta que la voz de Mamá se elevaba por encima de la nuestra en señal de STOP. Entonces todos teníamos cierta habilidad, los tres, aunque por la edad Patricio y yo siempre le tomábamos la delantera a Ignacio. Si mi madre nos soportaba durante dos horas, su llamada de atención significaba que si seguíamos convirtiendo nuestro hogar en una batalla campal entrarían en escena tanto el Señor Pellizco de Tornillo como el Señor Zapatillazo en el Culo.
Contra el primero apenas había vacuna: sólo correr y saber esquivar a Mamá; pero contra el segundo teníamos la fórmula perfecta, la del señor ‘cambiazo’. Mi madre tenía unas zapatillas de goma azules que solía usar en verano, y otras de gomaespuma. Debíamos apañárnoslas para sólo insistir en nuestra pesadez si tenía las zapatillas de goma puestas… o si tenía éstas pero nosotros le cruzábamos en su camino las más ligeras. Ese era nuestro truco, y os aseguro que era divertidísimo simular el dolor cuando realmente no existía… ¡hasta el día en el que algo no funcionó! Ignacio, el pequeño, no supo medir sus gritos mientras peleaba conmigo o con Patri, no lo recuerdo; y apareció mi madre en el cuarto con las temibles zapatillas de goma azules en la mano. Yo usé la fórmula del regale de cintura, y mi hermano pequeño se quedo acorralado en la cama ante mi madre y las famosas ‘enemigas’ de las talla 36. Fue la única vez que vi el ‘hierro’ del 36 grabado a golpe de manotazo en el culo de mi hermano pequeño. El día en el que la zapatilla de goma ganó a la de gomaespuma.

viernes, 28 de septiembre de 2012

MAMÁ, VOY A 'LA BORREGA'




En verano, Semana Santa, primavera o Navidad. La Borrega siempre estaba allí esperándonos, apenas a un minuto andando de la casa de mi Abuela Charo, en Sanlúcar la Mayor. Te acercabas y tocabas un par de veces a su ventana entreabierta para que dos minúsculos bracitos y un rostro anciano hecho al cuerpo de una niña débil te preguntaran: ¿Tú de quién eres, de María José y de Patricio? ¿Qué eres el mediano o el mayor? El sonido de la telenovela en el televisor se apropiaba del silencio…

...Hasta que mi respuesta tímida dibujaba una sonrisa evidente en el rostro de aquella señora a la que tanto me gustaba visitar siempre que una peseta caía en mis manos. El polo de nieve era uno de los atractivos del verano: los tenía de naranja y de limón; de coca-cola e incluso de menta; una delicia que debías saber administrar para que te durase en el camino hasta la Plaza.

Gusanitos, manzanitas, chimos, escalofríos, Kikos, regaliz… Ir al Quiosco de La Borrega era toda una experiencia para los sentidos que me acompañara siempre. Recuerdo el tacto de las rejas frías en mis manos, el tocar en su cristal durante todo el año y en la persiana durante las siestas del verano. Discúlpeme, Antonia, si alguna vez interrumpí su descanso. Le doy las gracias por haberme endulzado la infancia. Soy Antonio, “el mediano de María José y Patricio”. 

lunes, 21 de mayo de 2012

¿LE QUITAMOS LAS RUEDAS DE ATRÁS?

Eran las seis de la tarde. La hora bruja del pequeño que está aprendiendo a montar en bicicleta. Bajo con papá en el ascensor y cada piso que desciende se hace un mundo. Pantalones cortos de cuadros; camisa blanca; rebeca azul marino; tirantes y zapatos gorila. Mi padre ya peina su eterno pelo blanco. Se abre la puerta del ascensor y salgo corriendo al descansillo del tercero de Jardín Atalaya, en Camas, Sevilla. Mármol puro del que resbala. Una carrera de frente y un leve giro a la izquierda para quedarme pasmado delante de aquella puerta. Mi padre me sostiene del hombro templando mi ánimo al tiempo que juega con sus llaves en la cerradura. Se abre la puerta y la oscuridad, el frío, la humedad y el olor a goma de rueda de bicicleta me dan las buenas tardes. ¡Se hace la luz! Allí estaba mi BH roja pequeña esperándome en la esquina de aquel diminuto trastero.
-Papi, ¿vamos a quitarle ya las ruedas de atrás?
-¿Estás seguro? ¿Mira que puedes caerte?
-¡No! Estoy seguro. Quítalas, por favor.
-Vamos allá. Acércame esa caja de herramientas...

domingo, 6 de mayo de 2012

EL REFUGIO DE LOS RECUERDOS

Aquella noche tampoco pude reprimir las ganas de buscar cobijo entre mis padres. Era invierno. Había tormenta y cada vez que un rayo rompía el cielo se iluminaba mi habitación y se oscurecía mi mirada. Caminé hasta la puerta de mi cuarto, la abrí y recorrí el pasillo hasta la habitación de mis padres. Allí, sintiendo la reconfortable sensación del paso del mármol al parqué, me hice fuerte entre mi madre y mi padre y respiré tranquilo. Nada ni nadie podía hacerme daño. Me dormí (...)

-Y regreso a los primeros años de mi vida. Caminando sobre unas enormes zapatillas que se mueven solas y me llevan al cuarto de baño. Unas zapatillas que hablan y me enseñaban las claves para hacer pipí sin marchar ni mancharme. Unas zapatillas que por entonces anunciaban sus primeras canas.
-Y regreso a una tarde de miércoles en Jardín Atalaya; vuelvo del colegio junto a los amigos a los que he invitado a mi fiesta de cumpleaños. Ese día todos quieren sentarse a mi lado en el autobús. Al llegar a casa el timbre avisa a mamá, que abre la puerta cosida a una sonrisa y nos besuquea a todos... ¡Felicidades, Toñitito! En la mesita de la salita de estar hay un banquete. Fanta de limón y de naranja; cocacola; patatas fritas de todos los colores; pequeños bocadillos; chuchería... diversión y recuerdos...
-Y regreso a un sábado cualquiera a media mañana. Mi madre me ducha y me viste. Papá me peina como a un monaguillo. Pasar la mañana en el Mercado del Arenal era toda una aventura de los sentidos. El olor del puesto de encurtidos y mi hermano poseído por la magia del vinagre; ese frutero que te daba a probar una picota; o el carnicero que prometía a mi madre que su carne era la mejor... y sobre todo aquel vasito de lima que compartía con celo junto a mi hermano. ¡A quién le duraría más!
-Y regreso a una siesta en el sofá de casa. Mi cabeza reposando sobre el regazo de mamá, que me atusa los rizos y me lleva al sueño de mediatarde. Mi padre descansa el sofá de al lado. 
-Y regreso a una tarde cualquiera a la vuelta del colegio. ¿Y las notas? pregunta mamá; Aún no me las han dado, respondo yo; Hemos llamado a tu tutor, han vuelto a quedarte a las matemáticas...
-Y regreso al abrazo de mis padres cuando supieron que había aprobado el carnet de conducir a la primera; o a la mirada cómplice de mi madre en el día de mi graduación como periodista; o al gesto de aprobación de ambos cuando comprobaron que la educación que me dieron durante años iba surtiendo efecto (...)

Y despierto de nuevo, refugiándome en el recuerdo de las dos personas más importantes de mi vida. A un lado él; al otro, ella. Cualquier día es bueno para decirles TE QUIERO.

jueves, 23 de febrero de 2012

UN CORAZÓN QUE LATE ENTABLILLADO


Estoy seguro de que mi corazón no es el único que ha latido entablillado durante algún tiempo. Hay miles, millones de millones de personas en el mundo que alguna vez han sufrido por amor. Ellos y ellas también saben qué se siente cuando un corazón late dentro de ti afligido o entablillado, como yo prefiero llamarle.

Lo mío con el desencuentro sentimental viene de lejos. Con apenas 18 años tuve mi primer tropiezo. Ella se equivocó, yo también erré, y ambos decidimos separar nuestros caminos cuando apenas había transcurrido un año. Pero aquel corazón era elástico y no sentía como siente el corazón maduro, mucho más sensible a todo. Pasaron los años y conocí a la primera persona que se hizo un hueco seriamente en mi pecho. Fueron unos tres años de relación y de nuevo la sensación de que ni esa persona ni esa relación estaban hechas para lo que yo estaba dispuesto a ofrecer ni para lo que yo estaba dispuesto a dar.

Entonces sí sentí de veras el latido de un corazón entablillado. Eran golpes torpes en el alma y en la sien; eran madrugadas en vela madurando torpemente un conflicto al que apenas encontraba solución. Uno no empieza a caminar de nuevo hasta que comprende que todo forma parte de una forma de ser; entonces desarrolla fórmulas y actitudes que sirven para curar esas lesiones más rápidamente y para sobrellevar mejor el día a día. Las ‘Pastillas del Tiempo’ fueron entonces mis mejores amigas. Hoy siguen siéndolo. Es bien sencillo: deja pasar el TIEMPO que todo lo cura, ¡déjalo pasar!

Tras aquel tropezón, como ya había hecho anteriormente, caminé en solitario, aprendiendo a hacerme cargo de mí mismo, ocupándome enteramente de mí, SÓLO EXISTÍA YO… y así llegamos a una situación de estabilidad similar a la que ya disfruté antes de conocer a mi primera pareja. Entonces apareció otra persona. Mi corazón, despojado de sus lesiones, dijo SÍ, y yo tampoco pude negarme a la evidencia. Fue una relación diferente, ni mejor ni peor que la anterior: diferente. Pero finalmente todo desembocó en una situación parecida tras algo más de año y medio de noviazgo. De nuevo, ni ella ni yo éramos esas dos `piezas’ dispuestas a renunciar a lo que hiciera falta por encajar en el puzle de la vida de la mano. Cuando dos corazones no quieren seguir latiendo al compás, lo ideal es dejar que sigan haciendo música por separado.

Y en esta situación me encuentro: de nuevo con un corazón que late entablillado. Aunque es más sabio que aquella primera vez y mejor paciente. Hoy apenas lamenta los tropiezos que le produjeron este malestar y se limita a tomar las famosas ‘Pastillas del Tiempo’ para recuperarse cuanto antes. Ningún traspiés podrá con la voluntad eterna de enamorarnos y compartir la vida con nuestra compañera. MI CORAZÓN está entablillado, pero sigue latiendo….
[continúa en Jaula sin Rejas]

jueves, 19 de enero de 2012

EL VERANO ERA DIFERENTE EN VILLA GIRALDA


Quién no recuerda el olor del verano en la infancia… Mis mañana en el chalet que mi abuela materna tenía en pleno corazón del pueblo sevillano de Sanlúcar la Mayor olían a pan recién hecho; los recuerdos de las mañanas de agosto en Villa Giralda huelen a pasos de mis primos pequeños –unas veces agitados; otras, sigilosos; otras, casi inaudibles- sobre aquella moqueta que acariciaba los pies si la recorrías suavemente y los quemaba si rompías a correr…

Recuerdo aquel “¡niños, a desayunar!”; aquel afán por diferenciar a los Antonios que tanto proliferaron en honor a mi abuelo: “Antonio Morillo! Antonio Castro! Antonio Moreno!”, todos debíamos afinar el oído no en el nombre, sino en el apellido, ahí estaba la clave. Las mañana olían a los rayos del sol que te hacían arder desde bien temprano; olían al cloro de la piscina cuando me tocaba dormir en el Cuarto de los Espejos y al perfume recargado de las señoras de pueblo cuando dormitaba en el ‘Cama Va’. Allí, en el ‘Cama Va’, existía el aliciente añadido de que quien pasaba junto a la ventana casi podía tocarte los dedos de los pies para despertarte. ¡Cuántas mañanas entreabrí un ojo y observé a un niño contemplando el dormitorio o a un señor mayor analizando el cuadro con el que mi abuela había decidido decorar aquella estancia! (…)

Las mañanas en Sanlúcar olían a “¿por qué no te has puesto una camiseta para bajar a desayunar? ¡Subes, te lavas la cara y los dientes, haces la cama y luego bajas!”. Olían a una sonrisa cómplice intercambiada con mi primo Tola en la mesa negra de la cocina; donde, por supuesto, medio pueblo también podía disfrutar del primer Gran Hermano de la historia, que no lo firmó T5, sino la Familia Morillo de Villa Giralda, en Sanlúcar la Mayor. Podían vernos desayunar, bañarnos en la piscina a través de la valla del jardín o tomar el té por las tardes; a menudo también les sorprendías compartiendo un momento único de televisión a través de la ventana del salón o de la salita, donde se celebraba la fiesta diaria de los primos después de la comida.

Mis veranos en Sanlúcar tenían unas mañanas muy diferentes a las de mis primos. Mis mañanas eran para compartir con mi padre. Y no jugábamos precisamente al fútbol ni a las chapas. ¡Matemáticas! Sé que él odiaba esas dos o tres horas, casi tanto como yo, pero teníamos que hacerlo. Recuerdo aquel día en el que él andaba a grito limpio por los pasillos de Villa Giralda y se cruzó con mi madre: “Mariajo, ¿sabes dónde está el Grillo?”. Correcto, el Grillo era servidor, que era pequeño y moreno como el carbón; creo que mi madre le señaló la piscina, y de allí me sacaron literalmente de las orejas un minuto después. “¿Tú has terminado los problemas?”; “¡Sí! Se los he enseñado a Mamá…”; “¡Mentira, Patri, a mí no me ha enseñado nada!”; “¿Flojo y mentiroso?” 'Cosqui' y a la habitación.

Y así enlazaba con la comida. Un sinfín de cabecitas compartiendo el gazpacho y las albóndigas con tomate de mi abuela, repartidos por edades en la mesa infinita de la cocina, desde donde brindábamos por la salud de los vecinos que pasaban junto a la ventana despertando su apetito. Mi padre se acercaba a la puerta y con un gesto de reproche me recordaba que las Matemáticas siempre debían estar antes que la piscina y la diversión; al menos hasta septiembre.

“¿Quién quiere ir esta noche al Cine de Verano? ¡Echan Tiburón!”, decía uno de mis primos mayores mientras ayudábamos a recoger los platos después de comer. “Quien quiera ir tendrá que dormir la siesta, ya lo sabéis”, nos recordaba la abuela Charo. Miradas cómplices y un desfile de Caminantes hacia la planta de arriba a través de la Escalera de Moqueta. Costaba trabajo conciliar el sueño con el calor del mediodía, pero al final te dormías… ¡y te despertaba otro olor! El inconfundible olor a té y a tostadas con mantequilla. Había reunión en el jardín delantero y no me la quería perder. “¿Puedo tomar un té, Mamá?”; “Sólo uno y flojito, Mariajo, que luego no hay quien le duerma”, señalaba mi padre; “Esta noche voy al cine y me acostaré más tarde”, le replicaba taza en mano y con gesto sonriente; “¿Tú has dormido la siesta?”, contraatacaba mi abuela; “¡Claro, me acabo de levantar!”, exclamaba mientras soltada la taza vacía sobre la mesa y corría como un poseído hacia la piscina. “¡Ten cuidado con el bordi… -ploofff!-” Agua va y mensaje de advertencia de mi padre interrumpido. Sonrisas. Sonrisas y juegos. Y carreras en el agua. Y el clásico gana quien dé un toque al otro y logre salirse de la piscina sin que éste le responda.

“¡A la ducha!”, era la voz de nuestras madres anunciando que terminaba la tarde de piscina. Tocaba ducharse y vestirse para marchar al pueblo y disfrutar de ‘Tiburón’ sentados en aquellas sillas de metal que no eran precisamente los sofás de casa. Por cierto, aquella tarde juraría haber visto al mismísimo ‘Tiburón’ perseguirnos bajo las aguas de la piscina con forma de ataúd que presidía la entrada de Villa Giralda.

Todos duchados; todos vestidos; todos teníamos nuestro bocadillo de tortilla francesa en la mano; rebecas y jerseys para protegernos del frío de aquella terraza descubierta en pleno corazón de Sanlúcar la Mayor… y rumbo a la Plaza. Terminaba un día mágico en aquel chalet donde pasábamos los veranos y muchas Semanas Santas. Al día siguiente, cuando el sol volvía a romper, de nuevo nos despertaría el olor a pan recién hecho.

miércoles, 4 de enero de 2012

SIETE HORAS EN UN RENAULT 14 GRIS...

Era Navidad y tocaba viajar a Madrid. Unas siete horas interminables en aquel Renault 14 gris metalizado de mi padre que tantas veces nos condujo hasta nuestro sueño. Al principio sólo me acompañaba mi hermano Patri; más adelante también Ignacio tendría la oportunidad de comprobar cómo era jugar a meter el dedo en la boca de tu hermano sin que a éste le diera tiempo a morderte; viviría las paradas en gasolineras donde el temido 'After Eight' y el olor a gasolina se daban la mano para llevarme al precipicio del vómito. Lo recuerdo. Recuerdo ese "Papá, para, quiero vomitar; Patri, para que Toñito está mareado...". Pero lo recuerdo como algo agradable porque forma parte de aquella experiencia irrecuperable e irrepetible. Entonces no había que poner el triángulo de emergencia sobre la carretera ni usar el chaleco reflectante...

Atravesar Despeñaperros y preguntarle a mi madre por qué se llamaba así era otro clásico; creo que yo conocía el motivo, de hecho todos los años me lo explicaba, pero yo quería escuchar la voz de mi madre explicándome algo, sólo eso.

"¿Qué temperatura hace ahora?", preguntaba mi hermano mayor cada media hora. Él era el de los sobresalientes y los notables, la mente inquieta y la pregunta permanente; yo andaba en mi mundo, dibujando con el dedo en mi cristal aprovechando el vaho de las bajas temperaturas. Intentando escribir mensajes que pudieran leerse correctamente desde fuera y que más tarde leería cuando parásemos a comer. Lo recuerdo como un episodio de mi vida de los que dejan huella... mi madre diciendo a mi padre que no se distrajera con el paisaje y mirase al frente. "Cuidado con el de delante, estás corriendo mucho"; y él -cejas arqueadas por momentos para envolver las reprimendas- insistiendo en que no estaba corriendo. Nos mira por el espejo retrovisor; se cruzan nuestras miradas y es él: "¿Cómo estás, Toñitito? ¿Tienes sueño?". "No, papá, ya he dormido. Sólo quiero llegar y ver a la abuela y jugar con el primo y con Killer". Killer era el primer doberman que acompañó a mi abuela en su piso de Santa Engracia, en el centro de Madrid.

Era de noche y hacía una hora que habíamos parado a echar gasolina. El Renault 14 'escaló' una subida y al fondo comenzaron a vislumbrarse luces. Ahí hablaba de nuevo mi hermano Patri: "Mira, Toñito, la ciudad de Plata...". Madrid resplandecía en la noche como cualquier joya que espera a que se hagan con ella. Para un niño que venía una vez al año a Madrid aquello era demasiado grande.

Después tocaba que mis padres se perdieran buscando el acceso al centro de la capital; aquel mar de carreteras nos ponía a todos un poco nerviosos. Una media hora después ya estábamos en los bajos de aquel piso que a mis ojos era todo un rascacielos. Mi padre nos invitaba a bajar con mi madre e íbamos subiendo con algunos bultos. "Taparos la boca que hace frío", gritaba mi padre desde el interior del coche; a él le quedaba la prueba de aparcar en Madrid. Otra aventura que a menudo veíamos finalizar desde la ventana del piso de mi abuela. "Ya ha aparcado", decía mi madre sonriendo a mi abuela. Ésta era toda felicidad por ver a sus nietos. Subíamos al ascensor corriendo cada uno por una de las dos escaleras laterales; recuerdo aquellas pegatinas en el interior del elevador. Recuerdo también bajar en la planta de casa de abuela y pelearme con Patri por llamar al timbre. A continuación comenzaba la parte más dulce de este sueño. Se oían los pasos de mi abuela y su "¿quién anda ahí?" acompañados de las pisadas nerviosas de Killer, que nos esperaba una Navidad más sobre el parqué de aquel piso de techos elevados y pasillos infinitos que nunca olvidaré.