jueves, 19 de enero de 2012

EL VERANO ERA DIFERENTE EN VILLA GIRALDA


Quién no recuerda el olor del verano en la infancia… Mis mañana en el chalet que mi abuela materna tenía en pleno corazón del pueblo sevillano de Sanlúcar la Mayor olían a pan recién hecho; los recuerdos de las mañanas de agosto en Villa Giralda huelen a pasos de mis primos pequeños –unas veces agitados; otras, sigilosos; otras, casi inaudibles- sobre aquella moqueta que acariciaba los pies si la recorrías suavemente y los quemaba si rompías a correr…

Recuerdo aquel “¡niños, a desayunar!”; aquel afán por diferenciar a los Antonios que tanto proliferaron en honor a mi abuelo: “Antonio Morillo! Antonio Castro! Antonio Moreno!”, todos debíamos afinar el oído no en el nombre, sino en el apellido, ahí estaba la clave. Las mañana olían a los rayos del sol que te hacían arder desde bien temprano; olían al cloro de la piscina cuando me tocaba dormir en el Cuarto de los Espejos y al perfume recargado de las señoras de pueblo cuando dormitaba en el ‘Cama Va’. Allí, en el ‘Cama Va’, existía el aliciente añadido de que quien pasaba junto a la ventana casi podía tocarte los dedos de los pies para despertarte. ¡Cuántas mañanas entreabrí un ojo y observé a un niño contemplando el dormitorio o a un señor mayor analizando el cuadro con el que mi abuela había decidido decorar aquella estancia! (…)

Las mañanas en Sanlúcar olían a “¿por qué no te has puesto una camiseta para bajar a desayunar? ¡Subes, te lavas la cara y los dientes, haces la cama y luego bajas!”. Olían a una sonrisa cómplice intercambiada con mi primo Tola en la mesa negra de la cocina; donde, por supuesto, medio pueblo también podía disfrutar del primer Gran Hermano de la historia, que no lo firmó T5, sino la Familia Morillo de Villa Giralda, en Sanlúcar la Mayor. Podían vernos desayunar, bañarnos en la piscina a través de la valla del jardín o tomar el té por las tardes; a menudo también les sorprendías compartiendo un momento único de televisión a través de la ventana del salón o de la salita, donde se celebraba la fiesta diaria de los primos después de la comida.

Mis veranos en Sanlúcar tenían unas mañanas muy diferentes a las de mis primos. Mis mañanas eran para compartir con mi padre. Y no jugábamos precisamente al fútbol ni a las chapas. ¡Matemáticas! Sé que él odiaba esas dos o tres horas, casi tanto como yo, pero teníamos que hacerlo. Recuerdo aquel día en el que él andaba a grito limpio por los pasillos de Villa Giralda y se cruzó con mi madre: “Mariajo, ¿sabes dónde está el Grillo?”. Correcto, el Grillo era servidor, que era pequeño y moreno como el carbón; creo que mi madre le señaló la piscina, y de allí me sacaron literalmente de las orejas un minuto después. “¿Tú has terminado los problemas?”; “¡Sí! Se los he enseñado a Mamá…”; “¡Mentira, Patri, a mí no me ha enseñado nada!”; “¿Flojo y mentiroso?” 'Cosqui' y a la habitación.

Y así enlazaba con la comida. Un sinfín de cabecitas compartiendo el gazpacho y las albóndigas con tomate de mi abuela, repartidos por edades en la mesa infinita de la cocina, desde donde brindábamos por la salud de los vecinos que pasaban junto a la ventana despertando su apetito. Mi padre se acercaba a la puerta y con un gesto de reproche me recordaba que las Matemáticas siempre debían estar antes que la piscina y la diversión; al menos hasta septiembre.

“¿Quién quiere ir esta noche al Cine de Verano? ¡Echan Tiburón!”, decía uno de mis primos mayores mientras ayudábamos a recoger los platos después de comer. “Quien quiera ir tendrá que dormir la siesta, ya lo sabéis”, nos recordaba la abuela Charo. Miradas cómplices y un desfile de Caminantes hacia la planta de arriba a través de la Escalera de Moqueta. Costaba trabajo conciliar el sueño con el calor del mediodía, pero al final te dormías… ¡y te despertaba otro olor! El inconfundible olor a té y a tostadas con mantequilla. Había reunión en el jardín delantero y no me la quería perder. “¿Puedo tomar un té, Mamá?”; “Sólo uno y flojito, Mariajo, que luego no hay quien le duerma”, señalaba mi padre; “Esta noche voy al cine y me acostaré más tarde”, le replicaba taza en mano y con gesto sonriente; “¿Tú has dormido la siesta?”, contraatacaba mi abuela; “¡Claro, me acabo de levantar!”, exclamaba mientras soltada la taza vacía sobre la mesa y corría como un poseído hacia la piscina. “¡Ten cuidado con el bordi… -ploofff!-” Agua va y mensaje de advertencia de mi padre interrumpido. Sonrisas. Sonrisas y juegos. Y carreras en el agua. Y el clásico gana quien dé un toque al otro y logre salirse de la piscina sin que éste le responda.

“¡A la ducha!”, era la voz de nuestras madres anunciando que terminaba la tarde de piscina. Tocaba ducharse y vestirse para marchar al pueblo y disfrutar de ‘Tiburón’ sentados en aquellas sillas de metal que no eran precisamente los sofás de casa. Por cierto, aquella tarde juraría haber visto al mismísimo ‘Tiburón’ perseguirnos bajo las aguas de la piscina con forma de ataúd que presidía la entrada de Villa Giralda.

Todos duchados; todos vestidos; todos teníamos nuestro bocadillo de tortilla francesa en la mano; rebecas y jerseys para protegernos del frío de aquella terraza descubierta en pleno corazón de Sanlúcar la Mayor… y rumbo a la Plaza. Terminaba un día mágico en aquel chalet donde pasábamos los veranos y muchas Semanas Santas. Al día siguiente, cuando el sol volvía a romper, de nuevo nos despertaría el olor a pan recién hecho.

miércoles, 4 de enero de 2012

SIETE HORAS EN UN RENAULT 14 GRIS...

Era Navidad y tocaba viajar a Madrid. Unas siete horas interminables en aquel Renault 14 gris metalizado de mi padre que tantas veces nos condujo hasta nuestro sueño. Al principio sólo me acompañaba mi hermano Patri; más adelante también Ignacio tendría la oportunidad de comprobar cómo era jugar a meter el dedo en la boca de tu hermano sin que a éste le diera tiempo a morderte; viviría las paradas en gasolineras donde el temido 'After Eight' y el olor a gasolina se daban la mano para llevarme al precipicio del vómito. Lo recuerdo. Recuerdo ese "Papá, para, quiero vomitar; Patri, para que Toñito está mareado...". Pero lo recuerdo como algo agradable porque forma parte de aquella experiencia irrecuperable e irrepetible. Entonces no había que poner el triángulo de emergencia sobre la carretera ni usar el chaleco reflectante...

Atravesar Despeñaperros y preguntarle a mi madre por qué se llamaba así era otro clásico; creo que yo conocía el motivo, de hecho todos los años me lo explicaba, pero yo quería escuchar la voz de mi madre explicándome algo, sólo eso.

"¿Qué temperatura hace ahora?", preguntaba mi hermano mayor cada media hora. Él era el de los sobresalientes y los notables, la mente inquieta y la pregunta permanente; yo andaba en mi mundo, dibujando con el dedo en mi cristal aprovechando el vaho de las bajas temperaturas. Intentando escribir mensajes que pudieran leerse correctamente desde fuera y que más tarde leería cuando parásemos a comer. Lo recuerdo como un episodio de mi vida de los que dejan huella... mi madre diciendo a mi padre que no se distrajera con el paisaje y mirase al frente. "Cuidado con el de delante, estás corriendo mucho"; y él -cejas arqueadas por momentos para envolver las reprimendas- insistiendo en que no estaba corriendo. Nos mira por el espejo retrovisor; se cruzan nuestras miradas y es él: "¿Cómo estás, Toñitito? ¿Tienes sueño?". "No, papá, ya he dormido. Sólo quiero llegar y ver a la abuela y jugar con el primo y con Killer". Killer era el primer doberman que acompañó a mi abuela en su piso de Santa Engracia, en el centro de Madrid.

Era de noche y hacía una hora que habíamos parado a echar gasolina. El Renault 14 'escaló' una subida y al fondo comenzaron a vislumbrarse luces. Ahí hablaba de nuevo mi hermano Patri: "Mira, Toñito, la ciudad de Plata...". Madrid resplandecía en la noche como cualquier joya que espera a que se hagan con ella. Para un niño que venía una vez al año a Madrid aquello era demasiado grande.

Después tocaba que mis padres se perdieran buscando el acceso al centro de la capital; aquel mar de carreteras nos ponía a todos un poco nerviosos. Una media hora después ya estábamos en los bajos de aquel piso que a mis ojos era todo un rascacielos. Mi padre nos invitaba a bajar con mi madre e íbamos subiendo con algunos bultos. "Taparos la boca que hace frío", gritaba mi padre desde el interior del coche; a él le quedaba la prueba de aparcar en Madrid. Otra aventura que a menudo veíamos finalizar desde la ventana del piso de mi abuela. "Ya ha aparcado", decía mi madre sonriendo a mi abuela. Ésta era toda felicidad por ver a sus nietos. Subíamos al ascensor corriendo cada uno por una de las dos escaleras laterales; recuerdo aquellas pegatinas en el interior del elevador. Recuerdo también bajar en la planta de casa de abuela y pelearme con Patri por llamar al timbre. A continuación comenzaba la parte más dulce de este sueño. Se oían los pasos de mi abuela y su "¿quién anda ahí?" acompañados de las pisadas nerviosas de Killer, que nos esperaba una Navidad más sobre el parqué de aquel piso de techos elevados y pasillos infinitos que nunca olvidaré.