martes, 12 de enero de 2010

...Y BOLITA LLEGÓ A NUESTRAS VIDAS

El día que él nació yo ya tenía seis años y mi hermano mayor, ocho. Recuerdo como si fuera ayer aquella tarde, cuando regresé del colegio junto a Gonzalo. Fue bajarnos del autobús e intercambiar carreras a modo de relevo. Sabíamos que nuestro hermano pequeño ya estaba en casa y queríamos conocerle cuanto antes; también saber de mamá, que había pasado unos días fuera, en el hospital. “Está muy bien y os manda muchos besos”, nos decía papá siempre que preguntábamos por ella.

Llegamos al portal y continuó la carrera rumbo al tercer piso. Él, por la escalera; yo usé el ascensor. Él llamó a la puerta; y yo, al timbre. Pocos segundos después, y con las mochilas aún sobre nuestras espaldas, la carrera se trasladó al pasillo, en dirección al cuarto de mis padres. Papá intentaba templarnos el ánimo y nos pedía que no hiciéramos ruido. Una vez dentro, recuerdo la habitación a oscuras y una leve luz prendida en la mesilla de noche, alumbrando a medias el rostro de mi madre. Ella era una inmensa sonrisa de satisfacción y felicidad. Olía a nuevo, a vida recién estrenada. Señalaron hacia una pequeña cuna, junto a su cama. Mientras mi padre insistía en pedirnos silencio cruzando sus labios con el índice de su mano izquierda, con la otra mano plegó una pequeña mantita azul y nos mostró su carita. “¡Está como un tomate!”, exclamé a media voz; “¿Por qué está tan rojo?”, continuó Gonzalo. “Es muy pequeño, apenas tiene dos días de vida y necesita estar calentito, dormir y comer. Tiene la cara como un tomate pequeñito, sí, y es buena señal”, nos explicó mi padre. Le dimos un beso cada uno. Yo quise dárselo en el moflete, pero era tan pequeño que me dio la sensación de haberle plantado mis labios en la mitad de la cara. Justo encima de aquella minúscula nariz. Hubiéramos pasado toda la tarde allí, observándole, disfrutando con cada bostezo, siguiendo los movimientos de aquellas manitas, cerradas en sus puños, que nacían de dos brazos minúsculos… Pero tanto nuestro hermano como mamá tenían que descansar.

Salimos del cuarto y, mientras merendábamos, Gonza comenzó a explicar a papá cómo había transcurrido aquel día de colegio a pesar de mis interrupciones. “Me han sacado a la clase en matemáticas”; “¿Y mañana podremos verle otra vez?”; “Y mi profesor me ha felicitado por haber hecho los ejercicios muy bien”; “¿Cuándo podrá andar, papá?”. Mi padre, que miraba a Gonzalo mientras éste le contaba sus hazañas, extendió su mano hacia mí pidiéndome paciencia. “Pablo, termina de comer y no interrumpas a tu hermano mientras está contándome sus cosas, por favor. Mañana veréis otra vez a Bolita, no te preocupes”. “¿Bolita?”; “¡Bolita!”. Mi hermano preguntó y yo exclamé. “¿Quién le ha puesto ese nombre? ¿No iba a llamarse Ramón?”. Papá estalló en carcajadas, y nosotros nos miramos con incomprensión; mi padre intentaba contenerse para no hacer demasiado ruido, y continuaba nuestra extrañeza. “Se llama Ramón, tal y como os dijimos. Bolita es sólo un apelativo cariñoso. Su cuerpo, su cabecita, sus manos… es muy redondito en general, ¿no os parece?”. Gonzalo y yo volvimos a miramos, nos echamos las manos a la boca y comenzamos a reír junto a mi padre.